viernes, 25 de mayo de 2012

Life in technicolor (un concierto de Coldplay).

 



Algunos días después aún la piel se resiente. Fue una antesala al concierto pasada por agua, con muleta, sin paraguas. La soledad. La odisea de la llegada. Las interminables escaleras. Un estadio medio derruido. Sobre nosotros se acumulaba la tragedia. No quise levantarme. Comenzó a llover como si se acabase el mundo, y, por supuesto, se nos empapó hasta el alma. “Mañana 20.000 personas con pulmonía por haber sobrevivido a un concierto de Coldplay”, imaginábamos algunos. La gente era amable. La esperas era gentil.


No fue un concierto ni un estadio de fútbol. Los últimos rayos del rezagado sol calentaban ligeramente nuestros cuerpos. De pronto, la oscuridad. Pequeñas lamparitas de colores en nuestras pulseras iluminaban un estadio entero. Life in technicolor. Entonces dejó de existir todo lo demás. No dolía la pierna, ni había preocupaciones. Todos allí éramos amigos. Hermanos. Chris Martin intentaba hablar en español, y eufórico reiteraba lo que le gustaba nuestro país. Hubo también luces fosforescentes, proyecciones, y su música galáctica hacía de nosotros un espíritu torrencial. Expulsaron la tormenta. Cantaron –y cantamos- a la vida. Compartimos asientos, mecheros, risas. No éramos desconocidos. Las puertas de Jerusalén se nos abrían estrepitosamente, dejándonos ciegos. Nada importaba. La música era épica y todos crecíamos desde nuestra insignificancia hasta hacernos poderosos. Las luces nos guiaban. Hubo respuestas. Despertamos la memoria, invocamos el milagro de lo humano, nos llamamos al fin por nuestros nombres.