lunes, 25 de mayo de 2015

Soy madrileña.



Nací en una ciudad maravillosa, en la que he vivido 24 años de mi vida, hasta que las circunstancias económicas y sociales me hicieron emigrar a estudiar y buscarme la vida en otra parte. Aún así, antes que española y casi antes que cualquier otra cosa, siempre digo que soy Madrileña, y de Lavapiés. 

Cuando nací, en el año 86, mis padres vivían en la calle Hortaleza, en pleno barrio de Chueca, donde habían crecido mi padre y mi tío, en plena Movida. Cuando nació mi hermana nos mudamos a un barrio más tranquilo y menos incómodo, así que nos trasladamos al Barrio de la Estrella. Allí fuimos al colegio y al instituto. Vivíamos en Conde de Casal, en una urbanización con jardines y árboles, y parques interiores, donde jugábamos con los vecinos. Íbamos andando al colegio, conocíamos a los trabajadores de los comercios locales, a los compañeros del cole que vivían cerca, y hacíamos vida de barrio. Mi hermana y yo compartíamos habitación hasta que fuimos demasiado mayores, y entonces mi padre tuvo que desmontar su cuartito de pintar para cedérmelo como una habitación individual. Nuestra casa era algo pequeña y vivíamos en un cuarto piso sin ascensor, así que para mi último año de instituto nos cambiamos de barrio y nos vinimos a Atocha. 



Abandonamos la vida de barrio por lo que a mí, con mi mirada de dieciséis años, me parecía la impersonal vida del centro de la ciudad. Santa María de la Cabeza y sus túneles, sus obras, su ruido, su tráfico. Tenía que tomar el metro y hacer transbordo para acudir a mi último año de instituto. Antes vivíamos a los pies de la M30, sí, pero conocíamos al panadero, y a los vecinos. Ahora la ciudad era otra, era grande, ruidosa, vibrante y nueva. Estudié la Selectividad en una habitación cuya ventana daba a un patio interior, y ya entonces comenzaba a pasearme de vez en cuando por la calle Argumosa y de Lavapiés, donde descubrí un sentimiento local y de barrio que me sedujo en medio del batiburrillo loco del centro de la ciudad.



Empecé la carrera en la Complutense, y entonces comencé a salir mucho por Malasaña, por Chueca y por mi propio barrio. Madrid era una ciudad acogedora, gentil, con sus pequeñas leyendas cotidianas. Los "jevis" del Madrid Rock, La Ofrenda (garito de rock hasta las seis), la Vía Láctea, la calle Salitre... 

Y en cuarto de carrera me marché de Erasmus. Llevaba estudiando francés bastantes años, y la cultura gala siempre había llamado mi atención, así que recibí con alegría una plaza en Nanterre, la universidad parisina. Cuando me fui estaba emocionada, y un poco cansada ya de la ciudad, quería ver lugares nuevos, y qué mejor que París para empezar, ciudad con la que siempre había soñado. 



Pero París resultó ser una ciudad contradictoria -y no por ello menos interesante-. Cincuenta por ciento maravillosa, pero cincuenta por ciento cruel, París me enseñó muchas cosas, me dio muy buenos amigos, pero también me hizo valorar, a mi vuelta, mi ciudad. Empecé entonces a descubrir otro Madrid que reconstruí e hice mío: Madrid era una ciudad mucho menos individualista que París. 



Lavapiés se convirtió en mi "guetto" personal, perseguí las quedadas poéticas, los recitales, los cursos, y casi todos ellos tenían lugar en mi barrio, que desde hace bastantes años tiene una efervescencia cultural, social, e internacional muy importante. También iba a menudo por Malasaña, por el Patio Maravillas, o por la Tabacalera, centros sociales en los que se palpaba el germen del poder y la solidaridad popular. Pasaron un par de años así, y finalmente terminé la carrera. Comencé a trabajar y, después de algunos años de precariedad, obtuve un contrato de unos meses en la Dirección General de Patrimonio de la Comunidad de Madrid. Para entonces la ciudad había cambiado: Proyectos como Eurovegas, ridículas candidaturas olímpicas, infinitas obras en Madrid Río, en las autopistas de Madrid, en los subsuelos, cobraban una importancia considerable. El metro de Madrid renueva sus líneas y deja de funcionar con dignidad, pero en su lugar implanta pantallas gigantes con la cara de la presidenta de la Comunidad y sus secuaces, y mensajes pseudosubliminales de gente feliz y orgullosa de ser madrileña gracias al Partido Popular. Privatización de hospitales, construcción de centros sanitarios faraónicos que después han sido pseudoabandonados... 
Yo ya planeaba mi huida: ahorraba lo más posible para buscar un plan b, un salvoconducto al paro, la precariedad y la falta de oportunidades y perspectivas de futuro. Y entonces, el 15M. 



Una ciudad en la que habían eliminado los espacios públicos, los bancos, los parques, los lugares ciudadanos de reunión, se levantó y dijo "somos muchos, y no estamos solos". El 15-M madrileño me hizo volver a confiar en las personas, en los madrileños, en el espíritu colectivo de la ciudad, y posteriormente, del país. La gente hablaba, se escuchaba, convivía, consensuaba. Aguantábamos asambleas generales interminables, en la Puerta del Sol, a las ocho de la tarde, a cuarenta grados. Seguíamos todo lo que sucedía a través de las redes sociales. Ahí se creó una conciencia pública y social. Y frente a la hostilidad de las políticas del Partido Popular, se forjaron redes de solidaridad popular y otro Madrid, un Madrid subterráneo, sigiloso, justo, del que hoy puedo estar orgullosa. 



A pesar de todo ello, en 2012, la precariedad laboral y las pocas perspectivas de futuro me hicieron tomar la decisión de mudarme a Francia, donde resido hoy, y donde intento llevar a cabo lo que despertó en mí el 15-M, trabajar en los movimientos sociales y en la opción política que considero la más digna y correcta. Pero desde que me fui, cada vez que he bajado a Madrid ha sido para volverme a Francia enfadada, frustrada, escaldada con alguna otra medida nueva del Partido Popular: en este tiempo han desaparecido los pocos lugares públicos de reunión que quedaban, han incentivado las diferencias sociales entre los barrios, han endurecido la violencia policial, han prohibido las protestas, han cortado árboles y reducido los espacios verdes, han aumentado el precio del transporte público y reducido su calidad a niveles desorbitados, y han instalado paradas de autobús "antimendigo", entre otras medidas estelares: han hecho de Madrid su particular cortijo. 



Y es por esa razón por la que hoy estoy tan orgullosa de ser madrileña: porque desde que he venido esta última vez no veo más que alegría e ilusión por las calles, solidaridad, recuperación de los espacios comunes, convergencia, acuerdos, debates, diálogo. Porque hemos reaccionado, nos hemos organizado, hemos reflexionado cómo queremos que sea nuestra sociedad, cómo queremos una ciudad de la que sentirnos parte, hemos optado por la unidad popular, hemos creído en nuestras posibilidades de cambio y de acción, hemos aprendido a construirnos como sociedad de otro modo distinto al que el poder más sectario y corrupto ha querido imponernos. 



Hemos sido capaces de superar el bipartidismo de los partidos de siempre, de superar el odio intencionado que han querido generar en nuestra vida cotidiana, nuestra incomunicación con los vecinos, con los próximos, con los que son como nosotros.  Es increíble lo que la gente ha hecho con su esfuerzo personal, sus ganas, su ilusión, su participación. Una campaña sin un céntimo,  con milagros como el Movimiento de Liberación Gráfica (al que debo todas las imágenes de este post), solamente con la alegría como arma, y su optimismo como mejor resistencia. Hoy somos un Madrid más solidario, más justo, un Madrid que ha recuperado su sonrisa, un Madrid al que querer volver, en el que querer vivir. Es por eso por lo que hoy, más que nunca, me siento orgullosísima de ser madrileña. GRACIAS.