Hace
algunos días recibí en mi buzón, dedicado y firmado, Un canto a
ras de tierra, el poemario con
el que, en 2005, Diego Vaya -al que desde aquí agradezco su
gentileza, y de quien ya hablé aquí-
ganó el I Premio de Poesía Jóven La Garúa.
El
poemario reactualiza algunas de las preocupaciones humanas más
tratadas a lo largo de la literatura y del arte, y dialoga con la
tradición española del Siglo de Oro, de la Antigüedad clásica y
del Romanticismo europeo.
Detrás
de una formación filológica y un evidente dominio del lenguaje, que
demuestran los juegos sintácticos, la experimentación con el ritmo
de la lectura que remite a algunas expresiones de las vanguardias
históricas, y la aparente espontaneidad de los poemas-que
aparentemente surgen a borbotones, a la velocidad del propio
pensamiento del poeta- se esconden unos textos trabajados y
reflexionados.
El
poeta decide ahondar en las posibilidades y el juego que da el
misterio de algunos elementos naturales, mostrándose admirador de
Borges y continuador de algunos problemas que ya planteaban los
románticos en torno a la sublimación de la naturaleza, -el reflejo
becqueriano, la noche, el agua, las fuentes, las constantes
referencias al sueño...-, a la prisión y la libertad, al amor y a
aquellas fuerzas desconocidas que actúan por debajo de las
apariencias (« La noche era un temblor una
respiración de ciervo malherido (…) / Esperaste en las aguas La
sed entonces tuvo rostro »).
Sin
embargo, la constante referencia a la misteriosa fragilidad que
existe entre la vida y la muerte y el uso de la iconografía
cristiana hace pensar más en la poesía y el teatro español del
Siglo de Oro que en cualquier otro movimiento europeo. También las
dudas del poeta acerca de la condición moral del hombre (y esa
dicotomía bondad/maldad) remiten a la tradición clásica del Don
Juan, y toda la literatura española que plantea el tema del perdón
judeocristiano.
De
aquellas imágenes misteriosas que guardan algo detrás de sus
apariencias, Vaya retoma algunas metáforas y referencias de índole
surrealista, como los caballos o los cuchillos lorquianos (« Detrás
de los espejos me he oído llorar deshojando el reflejo de mi cuerpo
en miles de cuchillos que te nombran »).
El autor reflexiona además sobre las posibilidades y las funciones
del lenguaje, preguntándose si son los nombres lo mismo que aquello
que nombran, dialogando así con la tradición platónica y
neoplatónica, y buscando, a través de este lenguaje y de esta
expresión, no solamente la belleza entendida como clásica, sino
también, dentro del caos y la confusión, alguna certeza.
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