viernes, 12 de abril de 2013

El rostro de la sed, o leer a Diego Vaya.





Hace algunos días recibí en mi buzón, dedicado y firmado, Un canto a ras de tierra, el poemario con el que, en 2005, Diego Vaya -al que desde aquí agradezco su gentileza, y de quien ya hablé aquí- ganó el I Premio de Poesía Jóven La Garúa.
El poemario reactualiza algunas de las preocupaciones humanas más tratadas a lo largo de la literatura y del arte, y dialoga con la tradición española del Siglo de Oro, de la Antigüedad clásica y del Romanticismo europeo.
Detrás de una formación filológica y un evidente dominio del lenguaje, que demuestran los juegos sintácticos, la experimentación con el ritmo de la lectura que remite a algunas expresiones de las vanguardias históricas, y la aparente espontaneidad de los poemas-que aparentemente surgen a borbotones, a la velocidad del propio pensamiento del poeta- se esconden unos textos trabajados y reflexionados.
El poeta decide ahondar en las posibilidades y el juego que da el misterio de algunos elementos naturales, mostrándose admirador de Borges y continuador de algunos problemas que ya planteaban los románticos en torno a la sublimación de la naturaleza, -el reflejo becqueriano, la noche, el agua, las fuentes, las constantes referencias al sueño...-, a la prisión y la libertad, al amor y a aquellas fuerzas desconocidas que actúan por debajo de las apariencias (« La noche era un temblor una respiración de ciervo malherido (…) / Esperaste en las aguas La sed entonces tuvo rostro »).
Sin embargo, la constante referencia a la misteriosa fragilidad que existe entre la vida y la muerte y el uso de la iconografía cristiana hace pensar más en la poesía y el teatro español del Siglo de Oro que en cualquier otro movimiento europeo. También las dudas del poeta acerca de la condición moral del hombre (y esa dicotomía bondad/maldad) remiten a la tradición clásica del Don Juan, y toda la literatura española que plantea el tema del perdón judeocristiano.
De aquellas imágenes misteriosas que guardan algo detrás de sus apariencias, Vaya retoma algunas metáforas y referencias de índole surrealista, como los caballos o los cuchillos lorquianos (« Detrás de los espejos me he oído llorar deshojando el reflejo de mi cuerpo en miles de cuchillos que te nombran »). El autor reflexiona además sobre las posibilidades y las funciones del lenguaje, preguntándose si son los nombres lo mismo que aquello que nombran, dialogando así con la tradición platónica y neoplatónica, y buscando, a través de este lenguaje y de esta expresión, no solamente la belleza entendida como clásica, sino también, dentro del caos y la confusión, alguna certeza. 

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