Había
en su boca una lluvia de pájaros roncos, una afonía sabia. También el silencio
de una sala de cine, la soledad del patio de butacas, saber que nadie ha muerto
todavía, después de la película. Había confianza y despreocupación en mis
pulmones y demasiada blancura aún en mis muslos sucios. La ciudad era amable,
el tiempo lento, las tardes eran una terraza abierta a un desierto de tejados. La
ciudad me ofrecía todos sus fantasmas. Decidí callar, reír, jugar a que era
otra y que todo había cambiado. Era cierto. Fue quizás esa intemperie tan
cierta la que me rescató de mí misma. Fueron quizás los animales de secano. El comienzo
del no-tiempo, del no-minuto. Una laguna azul y algunos arbustos. Las ciudades
se postraban a mis talones, me ofrecían su suciedad, su cielorraso, su
sequedad, sus fiestas, sus miradas anónimas en un eco coral. La evidencia de
saber que estaba viva alejó el miedo. Después, durante los viajes, fui turista
de bocas y todo tenía sentido. Ahora pregunto. Busco piel en la negrura y ansío
bestia solitaria en mitad del acantilado del futuro. Quiero tenerlo todo, y que
se desvanezca. Quiero abrazar el polvo, el latido de la piedra, tocar la vida con mis
propias manos. Pero hay un silencio terriblemente cotidiano, como telón de fondo. Ahora las aves me devoran los labios.
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