Me voy a la montaña. Programo el post y pienso: mañana a estas horas estaré allí. Donde estuve hace años. Donde descubrí el idioma que desde entonces me atrapa y que me ha traido hoy hasta aquí. Me voy a uno de los lugares donde despertó mi amor por el lenguaje, y mi respeto por las palabras. Vuelvo al lugar en el que aprendí un idioma que construyó mi vida desde entonces. Recuerdo el olor del pan, el apellido judío de mi compañera de piso, la botella de wodka de aquella loca polaca. Un primer beso con sabor a calimocho, un paseo en bicicleta. Un baño en el agua más fría.
Después de tanto tiempo mi imagen de aquél lugar ha ido modificándose. Hoy es un lago azul, las orillas cubiertas de nieve. Fuegos artificiales, esplanadas verdes. Hoy es un paseo comiendo un helado buscando antiguedades que nunca podría comprar en tiendas de segunda mano. Hoy es la montaña más alta, las noches acostados en la hierba. Todo mi cuerpo palpitando los dieciocho años, llorando por no querer dejar aquél lugar. Pero hoy es otra aventura distinta. Otra geografía la del cuerpo. Y digo: esto es el tiempo: las caras que cambian, las erosiones, las constelaciones familiares. Volver al paraíso es ponerle otro nombre diferente.
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